Para los griegos, la península Ibérica se hallaba en el extremo occidental de la ecúmene, el mundo conocido, cuyo centro era el Mediterráneo. Las Columnas de Hércules (como llamaban al estrecho de Gibraltar) marcaban el final del espacio navegable y conocido, más allá del cual se abrían las aguas de un ignoto y temible océano en las que sólo se atrevían a aventurarse héroes como Heracles, el Hércules de los romanos.
Al parecer, el primer griego que llegó a la Península fue un comerciante de la isla de Samos llamado Coleo, al que los vientos desviaron de su camino hacia Egipto. Atravesó las Columnas y, con la protección de los dioses, llegó a Tartessos, donde consiguió unos beneficios excepcionales. Allí arribaron también los navegantes de Focea, una metrópoli marinera de Asia Menor. Hicieron amistad con el rey tartesio Argantonio, quien les facilitó una gran cantidad de plata para que Focea pudiera levantar una muralla que la defendiera de los persas.
El desconocimiento y desinterés de los griegos por la península Ibérica resultaba explicable
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